Esta es la descripción de un paisaje imaginado.
En la lejanía se alzan las primeras cumbres de una sierra tan rojiza como el gran Cañón del Colorado. Más cerca, desplegándose suavemente bajo mis ojos, una sucesión de colinas suaves cubiertas de toda clase de cultivos, densos y llenos de color. En frente de mí, un pequeño ejército de girasoles en formación militar, de altos tallos verdes y una corona de pétalos amarillos, todos orientados al sur puesto que es mediodía, mirándome a la cara y también al sol, que brilla alto a mis espaldas. A mi izquierda, un campo de hierbas más bajas, con melena de tonos violeta, como de espliego o, como les gusta decir a los franceses, de lavanda. De nuevo a mi derecha, más cerca que los montes rojizos, unos aspersores reparten la dulce lluvia artificial que da vida al desierto. Y, muy próximo a mí, pero en el fondo de una leve vaguada, como si fuera un segundo río, el cauce quebrado de líneas rectas por el que discurre el milagroso canal que hace reverdecer la tierra.
Un cielo azul y limpio, con nubecillas blancas rasgadas en lontananza, completa la belleza del espectáculo. No puedo evitar emocionarme.